Empezó a jugar desde muy pequeño.
Al poco tiempo de nacer, jugó con sus manos. Las puso sobre otra piel y sintió calor. Al tiempo jugó con sus pies. Podía llevárselos a la boca. Sentia cosquillas que lo hacían reir. Al año sentía una increíble sensación de bienestar al mover las piernas. Jugó a ponerse de pie, jugó a caminar, luego a dar saltos y a ponerse de cuclillas.
A los cinco años ya jugaba acompañado por sus hermanos. Jugaban a la familia. Jugaban a las escondidas, a la mancha, al cuarto obscuro.
En la escuela primaria sus compañeros fueron haciéndose amigos y con ellos repitió los juegos tan divertidos que con sus hermanos continuaba jugando y aprendió nuevos juegos también. Jugaban a las escondidas en las instalaciones del edificio escolar, también a las diversas versiones de "la mancha" (normal, manteca, venenosa, y otras). Jugaba al elástico y a las carreras. A la soga y al futbol. A los penales y a los juegos de rol, en los que cada quien representaba a algún personaje.
Jugó con sus primeras novias a ir de la mano, a abrazarse y sentir cosas lindas. Jugó más adelante a dar besos, cada vez mejores besos. Con el tiempo y al ritmo en que con sus compañeras de juego iban arrimándose más y más, comenzó a jugar a ir a la cama de a dos. Volvió a jugar con sus manos y a sentir calor. Jugó con su cuerpo. Jugó a amar, más bien amó con la gracia con la que se juega.
Se propuso aprender, pensando que era el juego de más dificil reglamento y por lo tanto el más gratificante. Perdió varias veces al tiempo en que se daba cuenta de que las reglas de ese juego no eran las mismas cada vez, cambiaban con cada compañera y cambiaban según cómo él mismo se sentía. Se dió cuenta que amar no era un juego, y que no era algo que se pudiera ordenar en un reglamento como algunos de los otros juegos a los que jugaba hacía tiempo. No alcanzaba con entender como para que diera como resultado un gran amor.
Comenzó a darse cuenta, ayudado por lo que aprendía mientras jugaba a estudiar, y por los fracasos que el amor le había deparado, que amar no era, como él había pensado, el juego de más dificil reglamento, al contrario. Se dió cuenta de que al exigirse rigurosamente amar bien, había olvidado jugar. Así vislumbró que amar jugando era lo más parecido a los primeros juegos que él jugó. Todo lo que había aprendido jugando con su propio cuerpo y todo lo que había experienciado al jugar con otros -a tan diversos juegos y en tan variados escenarios- eran la mayor demostración para sí mismo de su capacidad de amar.
Recordó que una vez fue amado por sus padres, y que él mismo aprendió a amar. Supo que cada juego que, con sus hermanos, con sus amigos, con sus novias y compañeras, con sus maestros y profesores, con sus colegas y compañeros, él había podido jugar, se pudo desplegar gracias a que él ya disponia del amor necesario como para establecer todos esos vínculos que lo ayudaban a jugar.
Se propuso entonces a pesar de su sorpresa, que así como el amor siempre lo había acompañado, sin haberlo sabido, también el odio era parte de su jugar. Cuando arrojó los primeros objetos, cuando mordió las primeras comidas, cuando insultó, pegó, gritó. Cuando dejó, cuando reclamó, cuando le dolió y le molestó. Cuando no entendió, o cuando aceptó.
Se dió cuenta, en fin, que el amor y el odio eran, cada uno en su medida, necesarios para jugar, necesarios para vivir.